viernes, 22 de julio de 2011

CORAZÓN DE MADRE

Se ven muchos de ellos por las calles. Cada vez aparecen más. Son tan frágiles, y están tan solos. . . Uno en especial conquistó mi corazón. Es tan pequeñito. . ., 3 o 4 años tal vez.
Cada mañana camina por mi calle hasta la iglesia, y espera paciente a los feligreses que salen de misa. Sus ojos oscuros y tristes brillan cuando alguien le regala una moneda.
Desde los días cálidos de verano trato de acercarme a él, pero apenas he podido rozar su mano cuando intento alcanzarle algo.
Huye de todos; parece estar muy asustado. Su cuerpito tiembla cuando oye una voz que se dirige a él, y corre de prisa hasta perderse lejos de lo que para él representa un inminente peligro.
No puedo dejar de pensar en ese niño. Me inspira una profunda ternura. Joaquín es muy especial (así se llama), lo averigüé después de mucho preguntar.
Al regreso del trabajo, dedico mis tardes a una minuciosa investigación:
Nadie lo conoce. Hablé con todos los vecinos y comerciantes del barrio, incluso con el párroco. Sólo apareció un día, mezclado entre tantos chicos que viven de la limosna de aquellos que se apiadan de tanta soledad y abandono. Uno de ellos me lo dijo, sólo su nombre: Joaquín.
Apenas habla. Parece no tener familia; y su compañero me confesó que una vez, cruzando un parque al atardecer, lo vio escurrirse entre las ramas de unos arbustos que crecen allí.
Todas las mañanas paso por la iglesia, y rápidamente (para que no se asuste), le extiendo un paquete con su desayuno; lo preparo con tanta ilusión. . .; sueño que es para mi hijo, el que perdí, el pequeño Nicolás:
Ese día, soleado como el de hoy, el vehículo escolar pasó a recogerlo. Era la primera vez que no lo llevaba personalmente. Su padre creía que yo lo protegía demasiado. Decidió, aún en contra de mi voluntad, contratar el transporte que conducía al colegio a muchos de sus compañeros. Podíamos costearlo; nuestra situación económica era buena.
Mi esposo consideraba que mi actitud hacia nuestro pequeño era obsesiva, y tenía algo de razón; es que era ese miedo, esa sensación extraña que no podía explicar, y que me tomaba por asalto cada vez que mi niño no estaba conmigo.
Lo acompañé hasta el coche; le hice mil recomendaciones al conductor; abracé fuerte a mi hijo, llenándolo de besos como si fuera la última vez, y esa sensación se cristalizó en mi corazón. Y lo era, era la última vez.
Llamaron del colegio. El director estaba pálido, desencajado, con el cuerpo de mi Nicolás ya sin vida en sus brazos. Así lo había recibido del conductor, quien huyó sin dar explicaciones. Supimos después que la imprudencia de ese hombre, que no se ocupó de reparar la puerta de su vehículo, había desencadenado la tragedia que terminó con mi familia. Mi esposo y yo no pudimos sobreponernos, y sobrevino la separación.
Después de un año, retomé mi actividad como diseñadora de ropa para niños y adolescentes, y siempre guardo mi mejor diseño del talle que usaría mi niño si estuviera conmigo.
Es un agradable Domingo de otoño. Después de misa el niño volvió a desaparecer. Ya salgo a buscarlo. Hace tiempo que recorro el parque; es muy grande; todavía faltan muchos arbustos que revisar. Hoy me siento optimista; traigo mantas, ropa, juguetes y alimentos para Joaquín. Quizá hoy lo consiga. Se acerca el invierno; es imposible que sobreviva a bajas temperaturas sin nadie que lo proteja. Después de mucho caminar, siento que alguien me observa; me vuelvo, y percibo un leve movimiento en las ramas de unos arbustos que crecen entre un frondoso árbol y las paredes de unos sanitarios del parque. Me acerco despacio; dejo junto a lo que me parece un hoyo entre las hojas, una bandeja con frutas y dulces, y una caja con varios juguetes de brillantes colores; me alejo con calma, y voy a sentarme en un banco, desde donde puedo ver claramente el lugar donde supongo que se encuentra esa pequeña alma asustada. Luego de unos instantes, veo una manita que tímidamente asoma entre las hojas; lo primero que toma es un camioncito rojo. A pesar de tantas privaciones, es un juguete, tal vez el primero que toca en su vida, lo que seduce a ese pequeño corazón. Minutos más tarde sale de su escondite; es la expresión más bella que he visto en los últimos dos años. Sonríe, come, juega, se ve feliz, y por un rato parece olvidarse del resto del mundo. Finalmente repara en mí; lo saludo con la mano y le muestro un juego de soldaditos que traje para él. Vacilante se dirige hacia mí; le entrego los soldados y un gran trozo de pastel de chocolate, que hace abrir muy grandes sus ojos; junto con el pastel, una foto de la fachada de mi casa, que él conoce muy bien, porque lo veo correr a diario por la calle junto a mi ventana. Le señalo la ropa y las mantas que dejo sobre el banco; le sonrío y me alejo despacio.
Los días siguientes pasa frente a mi puerta, y se detiene un momento para tomar los alimentos y otras cosas que creo, puede necesitar, y que puntualmente deposito en un canasto sobre la acera.
Ya es Sábado. Toda la semana hemos repetido el mismo "ritual", y ambos hemos cumplido con nuestro acuerdo silencioso.
Todavía es temprano; estoy a punto de salir; el canasto está listo. Unos golpes suaves me sobresaltan; alguien está tocando. No puedo creer lo que veo: Joaquín está allí, de pie junto a mi puerta. Las lágrimas bañan su rostro; está temblando; apenas puede sostenerse; tiene sangre en sus mejillas y marcas de golpes en sus brazos y piernas. Me inclino frente a él; le ofrezco mis brazos, y él se arroja en ellos llorando convulsivamente.
Mi alma está de fiesta: hoy mi hijo se gradúa. Es un joven bello, fuerte y generoso. Juntos hemos conseguido crear un hogar para esos pequeños que ya no necesitan esperar una limosna en la puerta de la iglesia.
La vida se llevó al hijo de mi vientre, pero me regaló al hijo de mi corazón. Él me cuida y me llena de amor, y yo le doy todo lo que sólo una madre es capaz de dar. Ambos estábamos perdidos, y nos rescatamos mutuamente. Somos más felices porque nos tenemos uno al otro.
En el discurso de su graduación, él cuenta frente a todos nuestra historia. Me dedica ese diploma que dice que Joaquín Cáceres es médico, y lo es: empezó a sanar mi vida el día que vi por primera vez sus grandes ojos tristes. Se hace un silencio emotivo entre los presentes; Joaquín termina su discurso con la frase más hermosa que una mujer pueda escuchar: "¡Te amo, mamá!"

(Myriam Alpuin - Derechos de autor protegidos).

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