viernes, 29 de julio de 2011

NADA QUE DECIR

La palabra: ese don increíble de la humanidad; don que usamos para comunicarnos, para definir, para cuestionar, para mentir, para destruir. . . Y decimos, decimos, decimos. . .; decimos que tener tal color en la piel es mejor que tener otro; que ser de determinada nacionalidad es mejor o peor que ser de otra; que las medidas y el peso de nuestro cuerpo determinan nuestra belleza; ¿belleza según quién?, según lo que nosotros decimos. . .
Y seguimos diciendo: bla, bla, bla: que muchos ceros en nuestra cuenta bancaria nos hace mejores, más importantes, más dignos; y así calumniamos, engañamos, lastimamos. . ., y si pretendemos desdecirnos, ya no se puede, porque lo dicho, aunque se desdiga, se esparce, vuela lejos, y en el consciente colectivo se transforma en realidad.
Así, con el don de la palabra, difundimos lo que inventamos: inventamos fronteras, diferencias, guerras, dolor. . .
¿Cuántas palabras se dicen en el mundo en un sólo día, en una hora, en un minuto?, ¿cuántas positivas, alentadoras, sinceras?
Si pudiéramos hacer silencio todos durante 24 horas, ¿qué sucedería?; quizás algo bueno; tal vez el universo nos lo agradecería; tendríamos tiempo de darnos cuenta de lo ridículos que somos; de cómo destruimos nuestro entorno, nuestros sueños, nuestra vida; en una carrera desenfrenada hacia ninguna parte.
Si supiera que Dios existe, y que no fue otro invento nuestro, si pudiera hablar con él, ¿qué podría decirle?, ¿perdón?, ¿gracias?. . . No, mejor no. . .; ¡qué vergüenza!; no tengo nada que decir. . .
                                                                                                                                                                     (Myriam Alpuin - Derechos de autor protegidos).

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