lunes, 25 de julio de 2011

EL SILLÓN HAMACA

Siempre estuvo allí: una presencia eterna, cálida, envolvente. . . Ya no combina con el resto del mobiliario de la casa, y el abuelo ya no pasa las tardes frente a la ventana del jardín, meciéndose despacio, como columpiando los recuerdos que a veces humedecían sus ojos, y le daban ese brillo extraño, profundo, casi místico; un brillo que hablaba de finales, de ocaso, de despedidas.
Ese viejo sillón y sus brazos fueron mi primera cuna, mi refugio, el consuelo que llegaba justo cuando se oían los regaños de mi madre, que hasta llegaron a gustarme, porque en ese instante, cuando volteaba a verlo, con mi carita triste y asustada, me encontraba con su sonrisa cómplice, con sus manos grandes, protectoras, que enjugaban mis lágrimas y acariciaban mi cabello. Allí, envuelta en su calor, escuché las historias más increíbles, los cuentos más fantásticos que hacían volar mi imaginación, y que, más tarde comprendí, algunos eran relatos de su propia vida.
Siendo muy pequeña aun, creía que el mecedor era parte de su cuerpo; nunca lo vi caminar.
Así fui creciendo; dedicándole cada mañana la primera sonrisa, el primer beso del día, y al regreso del colegio, corriendo entusiasmada a contarle todas las experiencias de mi jornada.
Él fue el único que supo de aquel amor que me hacía suspirar cuando tenía apenas 8 años, y que alivió mi dolor cuando ya adolescente, alguien rompió mi corazón.
Solía despertarlo de su siesta de forma intempestiva para consultarle cualquier cosa que me inquietara, y él, en lugar de enojarse por mi imprudencia, me miraba con sus ojos mansos, tranquilos, que disipaban todos mis temores, y con su voz pausada me prodigaba esos consejos tan sabios, tan adecuados para cada ocasión, y que siempre, siempre, resolvían mis conflictos, porque me situaba en otro lugar, desde donde podía ver el lado positivo de cada situación.
A medida que yo crecía, él crecía para mí como referente en todos los aspectos de mi vida.
Ese día tenía algo muy importante que contarle: mi gran amor me propuso formar juntos una familia. Regresé a casa de prisa. Él tenía que ser el primero en compartir conmigo tanta felicidad. Corrí como un torbellino hacia la ventana que da al jardín: -¡abuelo!, ¡abue!. . . La voz se quebró en mi garganta; un escalofrío recorrió mi espalda: el sillón estaba vacío. . . La voz de mi madre estalló en mis oídos, confirmando esa terrible sospecha que me dejó paralizada. -se ha ido, dijo. . .
Desde entonces mi universo cambió; se apagó la estrella que guiaba mis pasos; aun así, seguí la rutina de cada mañana, de cada regreso:
Corro a saludarlo, a contarle mis cosas, a pedirle consejo, y siempre, como aquél día inolvidablemente gris, me encuentro con su lugar vacío, que nadie volvió a ocupar, ni yo misma. A veces en la penumbra, creo verlo mecerse; quizá sea la brisa del jardín, tal vez sólo mi imaginación. . . Entonces me arrodillo ante el viejo sillón y lo llamo, con la esperanza de que pueda escucharme, y saber cuánto lo amo, a pesar de los años que han pasado ya desde su partida.
¡Cuánto tiempo! Toda una vida sin ti. . . Ya no soy aquella niña que gritaba alborozada. Ahora apenas puedo hablar bajito, caminar lento y descansar sobre cojines para sostener largas conversaciones con un mueble vacío. Eso alejó a los pocos amigos y familiares que quedaban; "Emilia" está loca, decían, "pasa las tardes hablando sola junto al sillón que está frente a la ventana".
Hoy no me siento igual; ¿será el momento ya? Semanas atrás el médico lo dijo: el tiempo se agota.
La misma enfermedad que te alejó de mí, se quedó conmigo, abuelo.
Hoy sí, por primera vez desde que no estás, siento deseos de ocupar tu lugar en el sillón. Tengo frío. . . y miedo; necesito sentir tus brazos. Arrúllame en tu mecedor, como antes. . . Qué bien se siente tu calor. . . Ya puedo verte frente a mí, pero. . . ¡estás de pie!, ¿y esa luz? Me extiendes tu mano; claro que quiero ir; hace tanto tiempo que te espero. . . Pero. . . a él no podemos dejarlo; ha sido mi única compañía. Ya no me casé. Nos quedamos solos tu sillón y yo. Llevémoslo con nosotros. Vamos, abuelo. . .

(Myriam Alpuin - Derechos de autor protegidos).

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